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miércoles, 30 de noviembre de 2011

JOSELO SCHUAP Y LAS CANCIONES DE MACHETE Y CHAMAME.





Un nómada del arte popular

Por Cristian Vitale

Es un detalle que Joselo Schuap haya sacado un disco. Se confunde en un todo mayor, en tanto única unidad, cuando este austero artista militante del Litoral habla de lo que hace. Y lo que hace es mucho más que hacer canciones, grabarlas, promocionarlas y presentarlas. Año y medio antes de que saliera Machete y chamamé –lo muestra hoy en el ND Ateneo–, protagonizó, incluso motorizó, la gira Río Infinito, que surca los ríos del continente acercando músicas a las costas. Medio año antes –otro punto– encaró la gran Gieco (de Ushuaia a La Quiaca), montado en el irrompible Dino (el Mercedes 911 modelo 61 que lo acompaña desde hace casi diez años) y más acá, mientras el disco se cocinaba a punto, dio 40 conciertos en escuelas, teatros y plazas del sur de Brasil contratado por un diario de Porto Alegre. “Esta gira la hicimos con amigos que tenía Lula cuando iba a las reuniones del Movimiento sin Tierra en pueblitos de su país y lo tenían que ir a buscar al bar porque estaba tomando cachaça. Fue una gira al palo, agotadora... llegar, bajar los equipos, tocar y rajar para otro pueblo”, cuenta.
Schuap, para entrarle mejor, es un nómada del arte popular que pasó de dormir y tocar la guitarra en la plaza de la capital de Misiones a oficiar de director de Cultura de Posadas entre 2001 y 2002 (“Me tocó bailar con la más fea”, evoca) y cambiar su norte por no habituarse al hecho de “acatar órdenes”. Se fue, compró a Dino, le puso cuchetas, heladera, transmisor de radio, tienda “in door” para colgar ropa, grupo electrógeno, bafles, parrilla y alacenas, y se propuso recorrer las rutas de este fin del mundo con algo que llama “atentados culturales”.
“Ya se han subido Fontova, Raúl Barboza, León Gieco, la murga Falta y Resto, Botafogo y Jorge Rojas”, dice. Lo pintó, además, con imágenes de Misiones y lo transformó en algo así como un centro cultural con ruedas que ya lleva recorridos millones de kilómetros por el país. En ese marco hay que entender por qué cada disco suyo es un detalle, la parte de un todo que lo supera. Le sirve, además de la entraña musical, claro, para venderlo en las calles y alimentar a Dino, y como empujón para sostener las movidas que se vienen: una gira con Ramón Chao (padre periodista de Manu), músicos amigos y gente de La Colifata (la radio del Borda) que llamará El mapa de la esperanza y unirá al Borda con la Triple Frontera bajo un reclamo nodal: ríos libres para pueblos libres. “También está planeado De Misiones a Brasil, un recital que vamos a hacer en las Cataratas y que prefiere el turismo a la destrucción ecológica, pero siempre y cuando se la respete como lugar sagrado de los paisanos guaraníes”, manda Schuap, también guitarrista de Ramón Ayala.
Machete y chamamé se nutre de canciones con música austera, mensajes claros y matices litoraleños que no empalagan. “Lo grabamos rápido, claro y conciso, y está bueno porque el mensaje no cambia: yo no soy un tipo complicado para escribir, sale simple, como soy. Siempre digo que andamos en un colectivo fácil de arreglar, cantamos canciones fáciles de entender, y estamos en el camino... eso es lo complicado”, se ríe.

lunes, 28 de noviembre de 2011

ENCUESTA: Jimi Hendrix, elegido el mejor guitarrista de la historia.



Convocados por la revista "Rolling Stone", decenas de músicos y expertos votaron a los 100 mejores.

Jimi  Hendrix fue elegido por un grupo de músicos reunidos por  por la revista norteamericana Rolling Stone  como el mejor guitarrista de rock todos los tiempos.
Al legendario músico le siguen cuatro británicos, que también se hicieron conocidos en los años 60: Eric Clapton, Jimmy Page, Keith Richards y Jeff Beck.
Hendrix, que murió  en 1970, tenía "una gracia natural al tocar", aseguró el guitarrista Tom Morello, ex Rage Against the Machine y Audioslave. "No hay un solo minuto en su carrera grabada que suene como que se está esforzando mucho", escribió Morello.
El grupo de expertos reunidos para votar a su guitarrista preferido incluyó a músicos como Lenny Kravitz, Eddie Van Halen, que fue elegido número 8, Brian May y Dan Auerbach, de The Black Keys.
La lista de los diez mejores guitarristas la completan Chuck Berry, Eddie Van Halen (Van Halen), Duane Allman (Allman Brothers)  y Pete Townshend (The Who).
Detrás le siguen, del puesto 11 al 20, George Harrison, Stevie Ray Vaughan, Albert King, David Gilmour, Freddy King, Derek Trucks, Neil Young, Les Paul, James Burton y Carlos Santana.
La lista completa saldrá en una edición especial de la revista con cuatro portadas de Van Halen, Clapton, Hendrix y Page, que saldrá a la venta mañana en los Estados Unidos.

MURIO GAMEXANE LIDER DE TODOS TUS MUERTOS.



Murió, en Buenos Aires. Horacio Villafañe. Tenía 48 años y era líder de Todos Tus Muertos. Se descompuso en México.

24.11.2011

 

Horacio “Gamexane” Villafañe. Probablemente ése haya sido el mejor sobrenombre de todos nuestros punks criollos. Hace diez años, cuando Todos Tus Muertos volvía con una formación de emergencia, ya sin Fidel Nadal, Gamexane hacía gala de su eterno desaire. “El público se tiene que sacar de la cabeza a Fidel. Esto es así y no hay vueltas. Seguramente van a estar los mala leche, los insidiosos que van a decir que queremos robar y esas cosas”.
Y los hubo, por supuesto que sí, pero el guitarrista y fundador de TTM siguió adelante. Punk. Y más punk cuando meses atrás, en una de las últimas notas que le hicieron, dijo: “Es todo mentira lo de la crisis en Europa”. La declaración data del 8/8/2011, durante una entrevista en FM La Boca a raíz de Crisis mundial, el disco póstumo de Gamexane, y, ahora sí, de Todos Tus Muertos: ayer a la madrugada, el guitarrista murió en el Sanatorio Güemes a causa de una seria hemorragia digestiva.
Tenía 48 años y había estado internado varios días. Según se informó, se había sentido mal un par de semanas atrás mientras giraba con su mítico grupo por México.
Su último show fue en Costa Rica el 2 de noviembre. Tres días más tarde debía tocar en el Festival Música para los Dioses, en Teotihuacan.
“Allí se sintió muy mal antes de subir al escenario, el show se canceló y se decidió su traslado a un hospital“, dijo el productor y manager Mundy Epifanio. “Estábamos en el backstage, minutos antes de salir a tocar, y Gamexane se empezó a sentir mal; los paramédicos del lugar no lo quisieron dejar subir al escenario y lo llevaron al hospital del lugar”, le contó Mundy a la revista Rolling Stone .
“Cuando llegaron, los médicos le dijeron que sí o sí tenía que ser trasladado a la Argentina, pero por cuestiones sanitarias no podía viajar, así que lo metieron en un avión medio de contrabando y fue directo al Güemes”.
No bien llegó al sanatorio, y debido al panorama, tuvieron que darle asistencia respiratoria mecánica. Los que lo conocían bien decían que Gamexane tenía años de punkitud menta l, algo que él mismo se encargaba de subrayar en su agónica versión del no future .
“Yo creo que a lo que hay que darle bola es a lo del 2012. Va a haber una explosión solar y nos vamos a prender fuego todos... ¿Proyecto para 2012? Nooo, ¿para qué? Nos vamos a ir todos al inframundo”.
El día de mañana se escribirá otra enciclopedia de rock y se dirá que Gamexane fue la guitarra más venenosa de la escena independiente. Antes, en la secundaria, había integrado Los Laxantes, banda pionera de punk-rock. Eran tiempos en los que Gamexane y Félix Gutiérrez (bajista) se dedicaban a sacudirles la modorra a sus compañeritos de clase. El primer disco de TTM trajo el que, quizás, haya sido su tema más conocido: Gente que no . Luego el sonido crudo fue mutando hacia un reggae alternativo (el reggae oficial estaba a cargo de Los Pericos). En 1992 tocaron con Mano Negra y de esa juntada quedó una buena relación con Manu Chao. En 1998 Nadal se alejó para profundizar sus lazos rastafaris y Gamexane volvió al punk con su nueva banda, Responsables No Inscriptos. También fue parte de Los 7 Delfines y La Sobrecarga. Y todo esto será historia.

FREDDIE MERCURY: A 20 AÑOS DE SU MUERTE.




A 20 años de su muerte El líder de Queen murió a los 45 años, pero su figura y sus canciones continúan vivas. Un repaso de su vida y su obra. Las impresiones de un periodista argentino que lo entrevistó.
24.11.2011

 Por Sandra Commisso

Alcanza con vislumbrar apenas una silueta para identificarlo. La de Freddie Mercury es de esas imágenes que no tienen igual: con capa y corona de piedras precisosas en pose de “reina”, con el puño en alto y los pies separados, con esa musculosa blanca y su bigote de otra época. Lo mismo pasa con su increíble voz, de un registro casi lírico inabarcable e inalcanzable, no sólo para otros cantantes de rock sino para los de otros géneros también. A 20 años de su muerte, la estampa y la voz de Mercury siguen siendo únicas. En sus 45 años de vida vivió con la intensidad de varias existencias y dejó su identidad marcada a fuego en el show bussiness.
C uriosamente, quien hizo famoso el mote de Reina ( queen ) no había nacido en Gran Bretaña sino en la isla de Zanzíbar, en pleno Océano Indico (antiguo portectorado británico, hoy parte de Tanzania), el 5 de septiembre de 1946. Esa geografía exótica, a medio camino entre Africa y la India, le marcó el carácter desde muy niño, cuando aún se llamaba Farrokh Bulsara. De ascendencia persa, Mercury fue de esas personas que se inventan a sí mismas. Fue él quien impuso el nombre del grupo (Queen) que formó junto a Brian May, John Deacon y Roger Taylor y fue él quien forjó la impronta visual que marcó una época del rock. Su carisma lo desplegaba por igual frente a miles de personas en los estadios y en la intimidad junto a sus amigos, quienes lo recuerdan como a alguien incansable para la diversión, y muy generoso.
A los 8 años, sus padres lo enviaron a estudiar a la India, de donde eran originarios. En Bombay vivió con su abuela y su tía, y aprendió a tocar el piano y la guitarra. Su familia practicaba la religión zoroástrica y él nunca renegó de sus orígenes. Sus rasgos asiáticos le daban el toque naturalmente exótico que toda estrella de rock puede pretender. Antes de cumplir los 20 años se mudó a Londres y allí su vida cambió radicalmente: además de estudiar diseño gráfico, vender ropa y tocar en algunas bandas, decidió cambiar su nombre.
Nacía Freddie Mercury, nacía Queen, nacía la leyenda.
Por entonces también apareció una de las personas más importantes de su vida: Mary Austin. Esta mujer, de familia humilde, fue su esposa durante seis años, y cuando Freddie descubrió y asumió plenamente su homosexualidad, la relación se transformó, pero mantuvo el cariño y el respeto por el resto de sus vidas. Tanto que él fue padrino, años después, de uno de los hijos de Mary con su nueva pareja. Freddie declaró que Austin era su mejor amiga y una de las pocas personas que estuvieron a su lado en sus últimos momentos. Ella fue la primera en enterarse de que Freddie padecía VIH y en su testamento, el músico le dejó la mitad de su fortuna, incluso Garden Lodge, la lujosa mansión que Mercury tenía en el exclusivo barrio londinense de Kensington, repleta de muebles antiguos, pinturas originales y rodeada de un jardín japonés.
El resto fue legado para su compañero de muchos años, Jim Hut-ton, sus padres, su hermana, su ayudante personal, su cocinero y su chofer y guardaespaldas. A mediados de los ‘80 encontró el amor en su nueva pareja, el peluquero Hut- ton, con quien vivió hasta su muerte, pero en el apogeo y gloria de su reinado como rey del rock. Freddie transitó muchos de los excesos que, años después, colaborarían en su fatal desenlace. Los más allegados al músico decían que hubo épocas, principalmente durante las giras, en las que Freddie no pasaba dos noches seguidas con el mismo amante, frecuentando clubes y fiestas gays donde la promiscuidad era lo más común. Sin embargo, él declaraba que toda la extravagancia y extroversión que mostraba en el escenario, menguaban cuando se encontraba en la intimidad. Por eso, declaró públicamente en una carta que padecía sida, recién un día antes de morir. Así, terminó con todas las especulaciones sobre su salud que habían rondado por meses. Unos años antes, Mercury vio avecinarse la tragedia cuando dos amigos suyos, ex amantes, murieron de sida. Entonces, la enfermedad era mala palabra, no sólo por sus consecuencias fatales sino por la estigmatización social que implicaba.
Rapsodia Bohemia , Somebody to Love , Don’t Stop Me Now , Crazy Little Thing Called Love , We Will Rock You y We Are the Champions son algunas de las decenas de canciones que fueron éxito en el mundo. Mercury, junto a Queen, vendió unos 300 millones de álbumes en todo el planeta. La mayor parte de esos temas ya son parte de la historia grande del rock.
M ercury consiguió lo que pocos logran: trascender el espacio del rock y volverse universal. Y eso lo llevó a ser elegido, por ejemplo, para grabar (antes de su muerte) el himno de los Juegos Olímpicos de Barcelona 1992 junto a Montserrat Caballé. Después de su muerte, Mercury fue votado en varias encuestas como uno de los mejores cantantes populares de la historia. En 2006, la revista Time Asia lo nombró como uno de los asiáticos más influyentes de los últimos 60 años. En 2010, una encuesta del diario británico The Sun lo ubicó como el Máximo dios del rock, lo que indica, como en su himno de despedida ( Show Must Go On ) que realmente Mercury nunca se fue (Paul Rodgers lo reemplazó como pudo años atrás, pero no era el mismo Queen).
La madrugada del 24 de noviembre de 1991, después de haber sufrido tremendos dolores, casi sin poder ver ni moverse solo, Freddie murió en su casa, en su habitación pintada de amarillo y rodeado de sus afectos más cercanos.

 

 
 El Freddie que yo conocí

 Por Juan Manuel Cibeira PERIODISTA
 

Conocí a Freddie Mercury en circunstancias excepcionales. Fue en Nueva Orleáns, el 31 de octubre de 1978, noche de Halloween. Llegué allí como periodista de “Pelo”, y uno más de los 80 llegados de Europa, América latina y Japón para el lanzamiento internacional del álbum “Jazz”.  Esa noche comenzó con un demoledor concierto de Queen en el auditorio Cívico de la ciudad, tercer show de su gira norteamericana.  Luego, regresamos al hotel Fairmont, donde junto a 400 invitados exclusivos compartimos la fiesta de los excesos más grande del rock, bautizada “Noche de Sábado en Sodoma”. Alguien del sello discográfico nos presentó a  Brian May y a Freddie.
Cálido y locuaz, May contrastaba con la parquedad de un Mercury demasiado reticente al contacto con la gente, apenas disimulado por su británica educación. Al día siguiente hubo un nuevo encuentro con la banda y los medios en Brennan’s, un clásico restaurante del barrio francés. Allí, pudimos tener un aparte con los cuatro Queen y Freddie se mostró más amable y dispuesto a pesar de que ya quedaba clara su aversión a la prensa.
 Años más tarde nos volvimos a encontrar durante la cobertura de la gira de Queen por Argentina. Freddie estaba fascinado con la popularidad de la banda y la locura que desataba en los fans locales, que los perseguían todo el tiempo.  Luego de uno de los shows en Vélez y ante el asedio del público, la banda debió salir del estadio encerrada en un celular, como se denominaba en esa época a los vehículos policiales para llevar detenidos. A pesar del hacinamiento y la incomodidad, la banda estaba divertida, especialmente Freddie que entre el ulular de las sirenas  gritaba: “¡Amo esto, parecemos putas llevadas a la cárcel después de una redada!”.
Fuera del escenario Freddie era una persona tímida y reservada, especialmente con los extraños. Una noche compartimos un asado íntimo con los músicos y sus familias en la quinta del presidente de Vélez, en cuyo estadio Queen actuaba. Durante la sobremesa comentó que admiraba a Maradona y que iba a salir a cantar con la camiseta de la selección argentina; le dijimos que el rock y el fútbol no eran compatibles en la Argentina de esos años justamente. Escuchó nuestros argumentos, pero insistió que la gente apreciaría ese gesto, y que en Europa el rock y el fútbol tenían mucho en común. Intentamos disuadirlo  argumentando que sería catastrófico. Luego de escuchar pacientemente nuestros comentarios, dijo que no cambiaría su decisión y, cortés pero terminante, dio por concluída la discusión. Se salió con la suya, y la audiencia simplemente deliró: fue una victoria aplastante… Volví a cruzarme con Queen en 1985, en el backstage del festival Rock In Rio, en Brasil. Freddie estaba irritado porque Queen había actuado después de Iron Maiden y el público les había tirado de todo al escenario. Lo recuerdo altivo, con esa mezcla de soberbia y educación tan británica. Y recuerdo una respuesta sobre su lugar en el mundo del rock: “No quiero ser una estrella, quiero ser una leyenda”.

 

“Rapsodia bohemia”: su gran obra


Rapsodia Bohemia (1975) no sólo es la obra maestra de Freddie Mercury (y de Queen), sino que representó un acontecimiento en la historia del pop cuando volvió sus casi 6 minutos de collage un hit radial. E incluso televisivo, antes de que MTV existiera. Y mientras existió, fue en realidad gracias a una escena casi capusottiana en la película Wayne’s World (1992) que el simple volvió a los charts. Y hoy, post-MTV, la versión caricaturesca de Los Muppets es uno de los clips más bajados de Internet. En fin, algo de su intensidad camp, que exaltaba la cursilería de los tres géneros que contenía (balada de piano, Hard Rock con solo, tics de ópera con nombres italianos), se fue reproduciendo grotescamente, tanto en el mundo de Wayne como en el de los muñecos.
Esa “parodia apasionada” es marca de fábrica de Mercury. Catálogo definitivo de sus posibilidades compositivas y vocales, la Rapsodia Bohemia podría desprender de sí, como a gajos propios, a Love of My Life y We are the Champions . Pero, sobre todo, la pieza es una muestra de la genialidad de su productor, Roy Thomas Baker, encargado de armar el rompecabezas: grabar las casi 200 tomas de voces y superponerlas, ensamblar las partes y, además, agregar efectos (filtros, paneos, cámaras). Aún podríamos discutir si Queen inventó la fórmula de Bohemian Rhapsody , cuando un año atrás, el dúo Sparks editó dos álbumes de canciones de “pópera” y, ese mismo 1975, los 10CC grabarían The original Soundtrack , que contenía la “mini-operetta” Une Nuit a Paris . Sin embargo, el dúctil dramatismo con que la Rapsodia... hilvana sus secciones es de una eficacia insuperable.
La transgresión, la culpa y la condena son ejes narrativos de la letra. Como el protagonista es un asesino que le pide piedad a su madre, no falta quien esgrima una interpretación edípica y hable del interior de un homosexual conflictuado. Quizá sea un antecedente el que aporte más claves: Liar , del debut Queen de 1973. Aquí también el personaje le ruega a su madre y pide ser absuelto ante el Padre por un pecado que cometió. Una escena de confesionario católico que los Pet Shop Boys recuperarían en It´s a Sin (87). Además, en Liar debuta un efecto que Queen toma prestado de una canción ajena llamada… Liar (1970) de Argent, que Three Dog Night hizo famosa: el relámpago coral. Se lo puede seguir en el “ah” de The March of the Black Queen (74), el “back” de Flick of the Wrist (74), el “bicycle” (78) de Bicycle Race (otro gran hit extravagante) y el “Flash” de Flash (Gordon) (80). Esa estocada de altas voces apelmazadas resume una aspiración de Queen: sublimar la fuerza del rock hasta dar con una potencia tan destilada que nunca podrá ser del todo pop (como Beach Boys), ni tampoco sucia y desprolija, ni siquiera en la pulsional Get Down, Make Love (77).




Homenajes

Suele ocurrir: los aniversarios redondos traen consigo homenajes varios. Ahora que se cumplen 40 años del nacimiento de Queen y 20 de la muerte de Freddie Mercury, hay novedades discográficas, cinematográficas y hasta teatrales. Este año, Universal reeditó, con bonus tracks y mejor sonido, los últimos cinco álbumes de la banda: The Works , A Kind of Magic , The Miracle , Innuendo y Made in Heaven . Además, se editó el tercer volumen de Queen: Deep Cuts , un compilado con temas poco difundidos, y el dvd Live at Wembley Stadium , con dos shows de 1986. Y el lunes aparecerá, en dvd y blu-ray, el documental Days of Our Lives , sobre la historia del grupo. Mientras, se está preparando la película sobre la vida de Mercury, con Sacha Baron Cohen ( Borat ) como protagonista, y Peter Morgan ( Frost/Nixon ) como director. También está en carpeta la segunda parte de We Will Rock You, el musical con canciones de Queen que se presenta desde 2002 en todo el mundo. Aquí tenemos en cartel a Freddie , el musical protagonizado por Hernán Piquín, que hoy hará una función especial en su honor.

JUAN JOSE MOSALINI Y LAS CANCIONES DE BUENAS NOCHES, CHE BANDONEON.












“El fueye no me abandonó ni en las buenas ni en las malas”

 

El músico publicó un CD doble, que reúne grabaciones de 1961, 1979 y 1991. Distintas etapas artísticas, con un eje material y emocional que las atraviesa: el bandoneón. “El fueye es portador de sueños y fantasías que me hacen vivir o, mejor dicho, morir lentamente”, dice.


Por Cristian Vitale

“De manera que, buenas noches, che bandoneón... que bueno poder verte así, en buenas manos”, se le escucha decir al hombre. Emotiva y melómana, la “autoridad” tanguera de Julio Cortázar legitima in situ el instrumento de Juan José Mosalini y, bajo su sonido, inicia su disco en clave de poema. Se llama Don Bandoneón –la secuencia también se puede ver en un film de la época– y prosigue con una selección de tangazos que suenan sin peligro de extinción: “Mala junta”, “Flores negras”, “El Marne”, “Con el cielo en las manos” y “El Monito”. Así por un lado. Por otro, la historia de versionar gigantes del instrumento y mecharlo con alguna que otra pieza propia (“Improvisación” o “Aller et retour”, por caso) que derivó en un coletazo mayor: “Che, Bandoneón”, y fue imposible retroceder. Mosalini, con o sin la palabra del escritor como sostén, empezó a ser un maestro. A ser un profeta fuera de su tierra (Francia) y a llamar al instrumento según su estado de argentinidad: Don o Che, indefinidamente. “En Don la idea fue mostrar arreglos antológicos de varios bandoneonistas y, sobremanera, el trabajo de escritura del maestro Leopoldo Federico. Me une a él no sólo una amistad, sino una admiración que llegó a su culminación cuando en el año 1964 entré a su orquesta. Yo sí puedo decir que aprendí tocando sus arreglos y los secretos del tango a su lado”, introduce él.
–¿Y Che? –Fue el resultado de la repercusión de Don. En este caso invité a mis amigos y colegas bandoneonistas a que escribieran obras originales para que yo las interpretara a mi manera y así poder entrar en el pensamiento musical de todos ellos: Binelli, Pane, Mederos, Federico, Piazzolla, en fin.
La data fresca es que ambos discos, grabados originalmente por separado (uno en 1979 y el otro en 1991) y nunca antes publicados en Argentina, fueron reeditados juntos, en formato de CD doble (Acqua Records mediante), y Mosalini cumplió con una vieja aspiración: aunar dos momentos de sí durante sus años en Francia y atarlos a un estadio anterior, cuando el bandoneonista –compositor y arreglador, además– tenía 17 años y debutaba con una serie de hits tangueros (“Guardia vieja”, “Maipú” y otra vez “Mala junta”) grabados mientras probaba un micrófono que iba a ser utilizado en los estudios de Canal 13. “Yo integraba la orquesta estable, como resultado de un premio que había ganado como solista en una emisión de Nace una Estrella. Al final de la grabación, el técnico me hizo dos copias. Una la guardó mi padre y treinta años más tarde la recuperé. Un día, asado de por medio, hice escuchar ese registro a mis amigos y coincidieron en que era importante hacer conocer esa grabación, pese al deterioro en que se encontraba”, cuenta.
–La totalidad del CD, contando esas viejas piezas, condensa 38 temas y marca “otro” Mosalini, al menos distinto al vanguardista que hizo Imágenes y Violento, dos discos del segundo lustro de los ochenta... –Otro contexto, otra circunstancia, sí. En el caso de Don Bandoneón, tuve que lidiar con varias trabas. En ese momento, fines de los setenta, era irrealizable editar un disco exclusivamente de bandoneón. Decían que no era comercial, y que era aburrido. En pocas palabras, el tango interesaba cada vez menos como resultante del deterioro cultural por la opresión que vivía el país. En consecuencia, casi como una manera de saldar las cuentas, propuse hacer el disco con solos de bandoneón exclusivamente. Cuando fue aceptado, lo primero que hice fue contarle a Cortázar, que dijo esas palabras, y a Federico. Cabe aclarar que hasta la fecha sólo había temas sueltos de manera artesanal que daban vueltas de manera casi clandestina.
–Como partecitas perdidas de su identidad. –Visiones mías acerca de gente que había tenido como espejo, sí.
–¿Por ejemplo? –¿Tengo tiempo?
Mosalini necesita tiempo para rearmar un entramado de referentes como si empalmara –autobiográfico– las piezas del rompecabezas que se terminaron uniendo en Don y Che. Reconoce a Baffa –uno de ellos– como un gran padrino y dice que, gracias a él, se integró a las orquestas de Leopoldo Federico y Horacio Salgán, con la que grabó dos discos, uno instrumental y otro acompañando a Edmundo Rivero. A Binelli –hombre de su horneada– lo recuerda como compañero en la orquesta de Pugliese, entre 1969 y 1977 y cofundador del Quinteto Guardia Nueva. De José Basso evoca las extensas y difíciles variaciones que tenía que pilotear como bandondeonista cuando tocaba bajo su batuta y en Piazzolla engloba el sentir de su generación. “Es difícil narrar mi impresión sobre Astor sin tener en cuenta varios parámetros. En lo musical, el norte estaba marcado sobremanera por él: toda mi generación fue Piazzollera. Su tenacidad y originalidad eran un faro para nosotros. Y además me unió una relación que comenzó en 1961. El vio una de las emisiones de Canal 13, donde toqué como solista y me invitó para escuchar el Quinteto en el Café Concert Tucumán 676. A partir de ese momento empecé a asistir a los ensayos y a frecuentarlo en la ocasión que se presentara. Hoy, su música es un lenguaje universal que es tocado e interpretado a la altura de los grandes músicos del siglo XX.”
–Ellos, los tangueros, por un lado. ¿Y el rock? El factor generacional también lo vinculó a Spinetta, por nombrar a uno. –Conocí al Flaco por pura casualidad, saliendo de una grabación con la orquesta de Federico para el sello Columbia. En otro estudio estaban mezclando una canción y al pasar me puse a escuchar al lado de la puerta entreabierta. El Flaco me vio y me dijo “entrá si querés”. Le extrañó ver a un bandoneonista que escuchara atentamente su música y me preguntó si me gustaba, claro: ciertas canciones suyas tenían un perfume urbano y tanguero y me prendí: grabamos “Los libros de la buena memoria” y después me invitó a tocar en el Luna Park.

 
      
–Con Invisible, sí, pero más prolongada fue su experiencia con Rodolfo Mederos y Generación 0, una banda “cruzada”. –Una experiencia a la que adherí incondicionalmente, porque hablaba de la necesidad de encontrar nuevas formas de expresión. Esta experiencia está ligada estrechamente a lo que se llamó rock nacional, que en esa época estaba fundamentalmente representado por músicos intuitivos. El trabajo era a partir de largos ensayos donde las convenciones y las estructuras de los temas eran fundamentalmente de tradición oral. Quizás ésta sea una de las razones que originaron la falta de comunicación entre los músicos provenientes del tango y los del rock. Si bien hay otras razones que provienen del gran cambio político cultural: los medios de comunicación y las empresas grabadoras cambiaron fundamentalmente de orientación y la música nacional quedó postergada a porcentajes ínfimos. En consecuencia, el gusto y el consumo musical, fundamentalmente de los adolescentes, fueron cambiando, y las referencias estéticas fueron otras.
–Alas haya sido tal vez la experiencia más reveladora de esa simbiosis... –Tal vez, sí. A Gustavo Moretto, el líder del grupo, lo conocí a principios de los ’70. El quería conocer personalmente a Pugliese y presenciar un ensayo, y la cosa se dio una tarde en Callao 11. Osvaldo estaba particularmente asombrado de que un músico proveniente del rock se arrimara a la orquesta. Y, como resultado de encuentros varios entre Mederos, Binelli y yo saltó la idea de integrarnos a Alas para hacer alguna experiencia. Se concretó en un concierto en el Teatro Coliseo, y fue un suceso impresionante. La sorpresa del público habitual de Alas cuando nos sumamos los tres bandoneones al grupo fue sencillamente alucinante. Hubo momentos de improvisación, pero sobre todo era una propuesta escrita por Moretto que tenía una formación musical sólida y podía permitirse escribir para los tres bandoneones sin problemas...
–¿Qué es eso de que el fueye es portador de los sueños y las fantasías que le hacen vivir “o morir lentamente”? –De niño, viendo a mi padre tocar el bandoneón, imaginé que dentro del fueye había alguien que silbaba. Mi padre se ocupó de no desilusionarme y seguía conservando en mí esa imagen. A veces me decía “arrimate y despertalo así empieza a silbar”. Muchas veces a lo largo de mi vida, sobre todo cuando perdí a mi padre, he vuelto a soñar esas imágenes. En definitiva, el bandoneón nunca me abandonó, ni en las buenas ni en las malas, por eso digo: el fuelle es portador de sueños y fantasías que me hacen vivir o mejor dicho morir lentamente.
Hoy Mosalini (68 años) vive entre Francia y Argentina. Está en París desde que se exilió durante la dictadura militar  y allí trabaja con varias formaciones (Quinteto, Orquesta Típica, dúo de bandoneón y guitarra), además de enseñar bandoneón en el Conservatorio de Gennevilliers, al norte de París. “Ahora estoy presentando el proyecto de creación de una orquesta estable de tango que probablemente sostenga la ciudad de París. Hoy más que nunca el género es un perfume cotidiano y urbano que corresponde perfectamente a la posibilidad de una actividad regular en conciertos, bailes y actividad pedagógica en los veinte barrios que componen la estructura parisiense”, cuenta. Otro proyecto es encarar un programa de radio de tango itinerante entre ambas latitudes (en diciembre vuelve a la Argentina) con el propósito de mostrar el alcance y la influencia del género en la vida cotidiana. “Y encima hecho del lado de adentro de la familia tanguera, es decir por un músico, que sería yo mismo (risas). Como decía un amigo, ‘la vida no es un tango, pero le pasa raspando`. Quizá sea el titulo de la emisión.”

Historias de tango y resistencia

–¿Cómo conoció a Cortázar?
–En los primeros años de la década del ’70, estando en la orquesta de Osvaldo Pugliese, habíamos formado con Binelli el Quinteto Guardia Nueva. Grabamos un disco y cuando salió, uno de los pocos que lo promocionaban era Hugo Guerrero Marthineitz, a través de su programa El show del minuto. Un buen día Cortázar estuvo de visita por Buenos Aires, y el peruano lo invitó. Recuerdo que estuvo varias horas en el programa, y oh sorpresa, difundieron un tema del Quinteto, que Cortázar escuchó. Luego preguntó quiénes éramos, el peruano le contó nuestra historia, y en ese momento sonó el teléfono de casa mientras yo escuchaba la emisión, y me dijo: ‘Venite rápido así te presento a Cortázar, que se convirtió en un hincha de ustedes’. Sin poder creerlo, me fui a Radio Belgrano, y lo conocí personalmente. Creo que no dormí por una semana.
La relación continuó en 1977, cuando Mosalini migró a París. Allí formó el grupo Tiempo Argentino junto a otros que estaban en su misma situación (Gustavo Beytelmann, Enzo Gieco y Tomas Gubitsch) y la primera presentación fue en un café concert de París. “¿Quién estaba? Cortázar –vuelve a sorprenderse–. El lugar era pequeño y el flaco sobresalía fácilmente entre el público... sudé la camiseta como nunca, y sólo toqué para él. El disco aún no había salido a la venta y estábamos buscando a alguien que le hiciera el prólogo, así que nos animamos y le hicimos la propuesta.” La pluma de Julio se encendió. Ya no era la misma, genial pero prejuiciosa, que había desacreditado al primer peronismo, y la intro a “Tiempo Argentino” fue certera: “Cuando el horror obliga a los hombres a abandonar su país, la poesía y la música parten con ellos (...) Lo que aquí se canta contiene la denuncia y el repudio de la opresión que padece nuestro país, y esa manera de entender y de servirse del tango lo transforma y lo proyecta a nuevas sendas. Detrás invariable y fiel, el ritmo de Buenos Aires late como un corazón que nada ni nadie podrá cambiar, porque su nombre es pueblo”.
–Tango y resistencia... –(Risas) Sí, pero además él venía bastante seguido a mi casa porque le gustaba cómo cocinaba Violeta, mi mujer. Una noche de invierno vino a cenar, y como casi siempre yo tenía la sensación de dar un examen, temía cometer errores o repetirme en la manera de armar mis frases. Cuando lo llevé a su casa me dijo: “Parate en la esquina y fumemos un pucho”. Su primer comentario fue: “Mirá, Juan, nuestros encuentros son un desperdicio. Yo sé que vos hacés un esfuerzo cuando tomás la palabra, pero no te olvides de algo: yo te necesito como sos: tocando el bandoneón, hablando de tu niñez, de las minas, o de lo que se te antoje. Caso contrario me romperías enormemente las pelotas si seguís en esa tónica: ahora arrancá y llevame a casa”.
  
Exilio y libertad

Dos razones forzaron la decisión de Mosalini de abandonar el país en abril de 1977. Primero, su militancia en la comisión directiva del Sindicato de Músicos, cuyos miembros habían sido amenazados por la Triple A. Segundo, los efectos de Ezeiza sobre quienes, como en su caso, formaban parte de la Juventud Peronista y, puntualmente, los tiroteos que interrumpieron el sonar de la orquesta que integraba para recibir a Perón, aquella tarde de 1973. “Yo era parte de la orquesta que debía actuar en el palco que se había levantado sobre el Puente 12, camino a Ezeiza. La orquesta estaba dirigida por el maestro Jorge López Ruiz, y constituida por una mezcla de músicos de la orquesta del Teatro Colón, y de extracción popular. Los bandoneonistas éramos Mederos y yo. Apenas comenzada la fiesta y cuando estábamos tocando el segundo tema, empezó el tiroteo. Fuimos testigos de la matanza que se produjo entre bandos antagónicos y, felizmente, pudimos salir indemnes”, evoca.
–Físicamente, al menos. –Tal cual, porque los efectos colaterales fueron devastadores. Después de ese hecho, las autoridades de Radio Municipal anularon un contrato que teníamos con el Quinteto Guardia Nueva y la razón era que el bajista, Lito Olmos, tenía barba y pelo largo. En fin, la búsqueda de la libertad de expresión era una meta que recién pudimos concretar en el exilio. Y fue así como a lo largo de todos estos años desarrollé una vida artística y personal en mi segunda patria, que es Francia. Sé que a muchos les cuesta aceptar o imaginar que hable de esta manera, pero es la realidad que me tocó vivir, y muchas veces recuerdo a mis abuelos europeos. Ellos defendían a su segunda patria que fue Argentina, decían que eran más argentinos que españoles o italianos. Más tarde ocurrió a la inversa y fueron los argentinos los que partieron en búsqueda de libertad.

domingo, 27 de noviembre de 2011

RINGO STARR & HIS ALL STARR BAND, UNA DEUDA SALDADA EN EL LUNA PARK DE ARGENTINA.





El hombre que estuvo en la mejor banda

 

Era inevitable: el concierto con el que el Beatle pisó por primera vez territorio argentino fue desparejo y disperso. No por él, que cumplió largamente con lo que se esperaba, sino por lo que sucedió cuando cedió el protagonismo a sus colegas.


Por Cristian Vitale

Es Ringo. Es Ringo y es cierto, excepto algunos pasajes de su itinerario post Beatles en los que pareció palpar el status perdido (con Ringo, con alguito de Sentimental Journey), nunca pudo superar el imperativo categórico de haber estado ahí, en la mejor banda del mundo. Nunca como solista, ni siquiera un poco y con la ayudita de amigos que lo fueron nutriendo de ciertas canciones: el mismo Lennon con “I’m the greatest” o Harrison vía “Photograph”, por nombrar algunas. Pero es Ringo, el único Beatle posible que faltaba venir a esta Argentina híper receptiva. Y, axiomático, todos los que colmaron el Luna Park estaban ahí por él. Pero Ringo es Ringo, hoy, si se lo ubica en contexto, circunstancia y rol. Nunca fue un compositor prolífico y, aunque tocara la batería como los dioses (cómo olvidarlo en “Rain”), o se animara a cantar para romper con el monopolio Lennon-McCartney –a veces, Harrison– era imposible pensarlo solo. Suponerlo autosuficiente. Reconstruirlo haciendo abstracción de la historia y sus giros. De ahí que el peso específico del nombre de la banda que lo sostiene sea el más sincero de los posibles. No es que Rick Derringer, Richard Page, Wally Palmar, Edgar Winter, Mark Rivera, Gary Wright y Gregg Bi-ssonette sean estrellas en sí (después de todo, quién precisa de qué va una estrella de rock), pero sí son algo con él y, en perspectiva horizontal, él prefirió nombrarlos como estrellas. Como iguales.
Visto así, Ringo es un cartel, casi una marca. Un gancho juguetón. O un eslabón más (con cierta ventaja, claro) de una cadena que no podría tirar lo que tira con cada eslabón por su lado. Y si los All Starr son una conjunción, entonces Ringo (empiria pura) opera como parte. La parte de la cadena que arrastra el factor emotivo, pero además la que lleva en las venas haber estado ahí, haberlo vivido en carne propia. Haber tocado hace más de 40 años (tiene 71) los mismos temas que hicieron arrancar el culo de las sillas a todo el Luna. Por más que no fueran The Beatles, cada quien los fantaseó. Los fantaseó en “Boys”, la gemita de Dixon y Farrell del primario Please, please me; en “I Wanna be your man”, de With the Beatles; “Yellow Submarine”, pese al ridículo chiste de arrojar globos amarillos; “Act Naturally”, de Morrison y Russell (Help!); “Honey Don’t”, el rocanrolazo de For Sale, o en el inolvidable hit de Sargent Pepper`s (“With a little help from my friends”). Y los fantaseó a través de Ringo, porque Ringo coló una trampita: cantó los seis temas que había cantado originalmente en los sesenta y plantó bandera. Mostró, libre y pillo, su autonomía. Apenas (¿apenas?) faltaron “What goes on”, “Don’t pass me by” y el formidable “Octopus Garden” –suyo, además– para que condensara su ser Beatle en totalidad. Fue su aporte. Su momento que se extendió a tres canciones de acervo solista (“Photograph”, “It don’t come easy” y “The other side of Liverpool”) y por ser él, claro, el starr de los alls.
Pero los alls se la tenían que cobrar al starr, y cuando eso sucede (sobre todo si son ocho) el resultado final traduce lo que fue: un recital, aunque emotivo, inolvidable y por momentos de lindo vuelo musical, también desparejo, fraccionado, disperso. Híbrido, si se quiere. O si no, lo más lejano posible a la idea de concepto, porque el generoso acto de Ringo de darle a cada quien su “momento de gloria” derivó binario, casi maniqueo, como si fuera un festival heterogéneo condensado a escala show. De un lado, un Winter que la rompe cuando le toca y deja a todos perplejos (a punto tal de ser el más aplaudido de la noche después del baterista) a través de un cuelgue poderoso, sureño y lisérgico, en el que el hermano albino del albino Johnny alterna teclado, saxo y batería (“Frankenstein”) o un Derringer, legendario violero, que alcanza el cenit rockero, lo más rabioso de la noche a través de “Rock and Roll Hootchie Koo”. Del otro, un Page –ex bajista de Mr Mister– retomando el pop con edulcorante de los ochenta a través de “Kyrie” o “Broken Wings”; o un The Romantics (Palmer) amparándose en dos temas comercialmente oxidados como “Talking in your sleep” y “What I like about you”; y, menos feliz aún, oír que el tecladista Wright compuso la casi intolerable balada “Dream Weaver” inspirado en un viaje a la India con George Harrison.
Nada grave, al cabo. Nada que empañe el hecho único e irrepetible de ver por primera vez a Ringo Starr en suelo argentino... apenas trasluces de una generosidad necesaria. De un don y contra don musical que eclipsó, aun con sus deslices, la amargura del lunes y acabó con una evocación luminosa: “Give peace a chance”.

RINGO STARR & HIS ALL STARR BAND

Músicos: Ringo Starr (batería y voz), Rick Derringer (guitarra), Richard Page (bajo), Wally Palmer (guitarra y armónica), Edgar Winter (saxo y teclados), Gary Wright (teclados), Gregg Bissonette (batería) y Mark Rivera (saxo y percusión).


ENTREVISTA AL VIOLINISTA JEAN LUC PONTY.


 

Un apologista de la fusión

 

El músico francés volverá a tocar en Buenos Aires, en el marco de la gira mundial Atlantic Years Tour, en la que rescata los discos grabados para el sello Atlantic Records entre 1975 y 1985. “Mi principio es hacer la música con un espíritu abierto”, sostiene.

Por Santiago Giordano
Jean Luc Ponty cuenta que comenzó a tocar jazz con el clarinete. Pero un día, de repente, se armó una jam y no lo tenía a mano, por lo que se tiró en la mezcla con sus compañeros músicos armado de su otro instrumento, el violín. “Tenía alrededor de 17 años y ese momento absolutamente accidental cambió mi vida para siempre”, rememora el que a partir de entonces supo actualizar el sonido de una de las más selectas tradiciones del jazz: la de los violinistas. Después de traducir al violín los gestos del bebop y del cool, Ponty le puso cuerdas a la fusión de los años ’70; colaboró con el Frank Zappa de Mother of Invention, con la Mahavishnu de John McLaughlin y, entre otras cosas, en discos como Imaginary Voyage (1976) y Cosmic Messenger (1978), elaboró un lenguaje personal en el que virtuosismo y creatividad no se desautorizan entre sí. Más tarde abonó el terreno de su periplo artístico combinando gran cantidad de formas, texturas y maneras y estableció sociedades creativas con Chick Corea, con músicos africanos, con Bela Fleck y Stanley Clarke, por ejemplo; tocó con el violín eléctrico y el acústico y, naturalmente, condujo sus propias bandas.
El martes próximo, Ponty volverá a tocar en Argentina, en el Teatro Gran Rex, en un concierto que es parte de Atlantic Years Tour, la gira mundial en la que el violinista francés rescata la música que supo grabar para el sello norteamericano Atlantic Records, entre 1975 y 1985. Junto a él estarán Jamie Glaser en guitarra, el bajista Baron Browne y el baterista Rayford Griffin, músicos con los que Ponty trabaja desde hace años y que conoce muy bien. “Necesito instrumentistas que tengan afinidad con mi música –asegura el violinista a Página/12–. Mi sonido está basado en el sentimiento y muestra variadas influencias. No se trata sólo de conocimiento técnico.” “Los músicos que me acompañarán en Buenos Aires tocan conmigo desde los años ’70-’80 –continúa Ponty–. Los elegí entonces y los sigo eligiendo por esa razón. En esta gira estamos revisitando el pasado, pero queremos hacerlo sin reproducirlo exactamente como fue, por eso con nosotros estará también William Lecomte, un tecladista fantástico, que hace doce años que toca con nosotros y en su estilo propone una aproximación fresca, más improvisada.”
Ponty habla de su admiración por Stephane Grappelli, violinista francés pionero del jazz, pero aclara que en ese rubro su favorito entre los clásicos es el afroamericano Stuff Smith. “Admiraba mucho a estos violinistas, claro. Pero desde que quise tocar jazz moderno, no tuve otra opción que escuchar a pianistas y músicos de vientos tocando bebop. También amplifiqué mi violín para tener más volumen y un sonido más moderno. Unos diez años después de mis comienzos, mi forma de tocar llamó la atención de músicos de rock como McLaughlin y Zappa, que se interesaron en integrar mi sonido a sus bandas.”

–¿De qué manera influyeron en usted estos músicos?

–En realidad, tuvieron poca influencia en mí. Yo había empezado a componer antes de tocar con ellos, pero como no tenía contrato de grabación con ninguna discográfica tuve que esperar hasta 1975 para comenzar con mi propio grupo y hacer mi música. Sin embargo, tocar la música de estos artistas, muy original y difícil, me hizo un intérprete más fuerte y me dio chances de adquirir más experiencia escénica.

–¿La influencia musical que más reconoce viene del jazz?

–Sí, claro, pero como le dije, tuve que adaptar esas influencias a mi instrumento. Trompetistas como Chet Baker, Clifford Brown, Miles Davis; saxofonistas como Gerry Mulligan, Sonny Rollins, John Coltrane; por supuesto algunos pianistas, desde Oscar Peterson a Bill Evans y McCoy Tyner han sido influencias para mí como instrumentista. Es importante también mencionar que mis influencias como compositor han sido los clásicos europeos, comenzando por los impresionistas franceses.
En esa necesidad de traducir el sonido jazz moderno a su violín está implícita cierta vocación de Ponty por la fusión, que es una de las marcas posibles para su música. “En aquellos años se cruzaban muchas cosas –explica–. Por un lado el violín era considerado un instrumento poco cercano al jazz moderno, pero al mismo tiempo los músicos de mi generación estaban en la búsqueda de nuevos ritmos y de otros sonidos, sobre todo eléctricos; además, en lugar de las cortas canciones populares utilizadas en el jazz tradicional, se experimentaba con composiciones largas y articuladas, similares a sinfonías, con amplio espacio para la improvisación. Esta síntesis es lo que me sigue interesando –continúa–. Mi principio es hacer la música con un espíritu abierto, sin rechazar mis raíces procedentes de Francia, donde crecí, ni de los Estados Unidos, donde pasé la mitad de mi vida.”

–¿Hubo un disco de jazz en particular que lo inspiró particularmente en esa búsqueda?

–No podría nombrar sólo uno. Yo empecé a tomar el jazz seriamente cuando descubrí a Gerry Mulligan y su grupo de los años ’50, por los geniales arreglos, las improvisaciones de contrapunto. Después hubo discos de violinistas de jazz como Swinging on a String, de Stuff Smith con Oscar Peterson, que me animaron a volverme un violinista de jazz. El resto fue probar desde mi lugar.

–En la actualidad usted también es parte de Return to Forever 4, con Chick Corea, Stanley Clarke, Lenny White y Frank Gambale. ¿Musicalmente, lo siente como un espacio propio o sólo como una colaboración?

–Con estos músicos hemos sido amigos desde los años ’70, pero esta es la primera vez que tocamos todos juntos en la misma banda. Y seguimos siendo amigos después de tocar 74 conciertos en Australia, Europa, EE.UU. y Asia... (risas). Entre nosotros hay un gran respeto y todo se pone mejor y mejor musical y humanamente a medida que avanzamos en la gira. Todos son tan creativos que la música evolucionaba de nuevas maneras cada noche, y todos manejábamos nuestros egos de una manera constructiva, focalizada en el éxito del grupo. Con mi propia banda yo sé adónde vamos con la música. En las colaboraciones eso es más impredecible, pero es divertido también.

–Entre mezclas y fusiones, ¿cómo imagina el futuro del jazz?

–Lo lamento, pero no puedo predecir el futuro (risas). Usted me pregunta sobre el futuro del jazz y yo todavía no sé ni siquiera cuál será el mío... Ni en lo musical ni en otros aspectos...

PETECO CARABAJAL Y SU DISCO EL VIAJERO.





“Hay distintos lugares desde donde ver un viaje y verse”

 

Con una amplitud que va de su Santiago natal, Chaco y Salta a la urbanidad de Soda Stereo y el sonido cubano, el violinista dice ir superando “el miedo a defraudar”.



Por Cristian Vitale

Ocurrió que Peteco y Demi caminaban por las calles de Shanghai. Era un día de calor, casi como Santiago del Estero en febrero, y el hermano menor (Demi) escuchó un sonido familiar. “Escuchá, ¡coyuyos!”, le dijo al mayor. El sonido, que podría ser el de una chicharra, un grillo, un coyuyo o cualquier pájaro chino de similar especie, los voló directo al monte. Un traslado sin escalas. Peteco, siempre inquieto, entró en una casa de instrumentos, compró una flauta china de bambú e intentó tocarla en el cuarto del hotel. “Es un moño, no entendí nada”, admite él. Igual le alcanzó para sentar las bases melódicas de “El coyuyo de Shan-ghai”, una de las veinte piezas que pueblan El viajero, su flamante disco. El chiste termina en que los hermanos bandeños, vueltos a Buenos Aires, tuvieron que buscar un músico chino para hacer sonar esa cosa complicada, “china”, de dos cuerdas y mil sonidos, para terminar de darle forma a la chacarera. Y así quedó en el disco: original, distinta, como acostumbra el vate Carabajal. Y así opera, también, como una llave posible para abrir las puertas de un disco que hace honor a su nombre. “Es una mezcla de cosas, no sé, por un lado el viaje específico, el viaje que uno hace a través de distintas geografías. Por otro, el viaje interior, el viaje humano. La vida es un viaje, el planeta anda viajando. Y hay distintos lugares desde donde ver un viaje y verse a uno, que es el protagonista de ese viaje. Igual, a veces una idea es y no es...”

–¿Cómo es eso?

–No necesariamente uno tiene que dar concreciones sobre determinada cosa que plantea. Yo digo El viajero. ¿Qué quiere decir el viajero? Bueno, podrá ser muchas cosas y a la vez no saber si hay algo que decir.
La ambivalencia de Peteco no anula factores empíricos. El disco, que presentará mañana en La Trastienda Club (Balcarce 460), muestra al compositor y multiinstrumentista en viaje permanente. No sólo por las lejanías de Shanghai, sino por otras geografías más o menos ajenas al Puente Carretero, y su río dulce. Por el sur pampero, hondo y llano, a través de “Quimey Neuquén”, el contundente loncomeo de Marcelo Berbel y Milton Aguilar que inmortalizó José Larralde. Por la urbe y su pop encarnado en Gustavo Cerati (“Corazón delator”), la Cuba universal de Silvio Rodríguez expresada en “Vamos a andar”; el aura nostalporteña de Gardel (“Volver”) o la rústica triple frontera interior que conforman Santiago, Chaco y Salta mediante la chacarera díscola –también distinta–- que hicieron Francisco Sánchez y Abel Saravia: “La mataca ollera”. Partes de un todo viajero y viajado que Carabajal grabó en vivo durante un concierto en el Teatro El Círculo de Rosario, sustentado por su banda–clan: el mismo Demi en batería, Ricardo Carabajal en percusión, su hijo Homero y Daniel Patanchón en guitarras, y Juancho Farías Gómez en bajo. “Cuando estaba terminando de mezclar el disco, invité a Pajarín y a Koki Saavedra para que lo escucharan, y justo llegaron cuando hacíamos ‘Quimey Neuquén’. Estaban en silencio y en un momento, Pajarín, al que conozco de chico, me dijo: ‘Vuelves a lograr la sorpresa’... me serené, yo ya estaba con miedo”, relata.

–¿Miedo a qué? ¿Al estancamiento, a la rutina, a la repetición?

–Fue en tono de humor, pero sí, antes yo era medio inconsciente y no pensaba tanto en la recepción de lo que hacía, pero me han dicho tantas veces que siempre se espera algo nuevo de mí que al final me hizo pensar. Me hizo tener miedo de defraudar.
Descartado. En El viajero, Peteco revalida sus laudos de creador nato e intérprete “a más”. Los nuevos y propios (el homónimo y “Amanecer revolución”, un maravilloso huayno lisérgico) lo ubican otra vez con un pie en el monte y otro en el cosmos. Lo encarrilan en el saco de hechicero musical. Los viejos y propios (“Juan del Monte” o “Como arbolito de otoño”) no descuidan su pasado y los atemporales y ajenos (“La guitarra”, de la yunta Yupanqui-Valles y “Cuando tenga la tierra”, de Toro y Petrocelli, más allá de los nombrados), muestran –paradójicos– un capricho más o menos reciente: “En este momento siento que estoy retomando la bandera de Mercedes Sosa. Ella ya no está, entonces me gusta mucho esto de tener a los grandes autores en el repertorio. Ya no me interesa tanto la cosa de que sea mía la canción, sino ser un intérprete y largar algo mío cada tanto. Nutrirme de los grandes autores y volver sobre ‘Cuando tenga la tierra’ o ‘Quimey Neuquén’, por ejemplo. Volver a un repertorio que ya ha hecho la Negra, pero tiene que seguir renovándose”, subraya.

–El caso de “Cuando tenga la tierra” es clave. La Presidenta insiste, por ejemplo, con limitar la compra de tierras a los extranjeros...

–Por eso está en el repertorio. Los argumentos que ha puesto alguna gente de la oposición al Gobierno me parecen ridículos y los considero antipatria, porque el patrimonio se cuida concretamente con medidas así, hay que empezar a ver que los nativos puedan tener su lugar, su tierra. Hay una antigua deuda que nunca se ha saldado, ni siquiera se ha intentado saldar, que es esa distribución que ha habido de las tierras en Argentina. Y esto hace a una discusión que siempre tiene que estar vigente, por eso no puedo entender cómo (Jorge) Lanata dice que está podrido de que le hablen de la dictadura, cuando yo quisiera que se vuelva a retomar hasta Julio Argentino Roca en la discusión.

–¿Cómo se las arregla para “arreglar” versiones ajenas, en esta etapa de su vida en la que pone el énfasis en las creaciones de otros?

–Ya no está esa cosa de arreglar. Tenía razón Atahualpa: “¿Por qué me lo vas a arreglar si no estaba roto?” (risas). Me parece una pérdida de tiempo arreglar algo y dar solo la visión de uno.

–¿Cómo lo resuelve?

–Cantando un tema y compartiéndolo con mis músicos. “Yo lo hago así, ¿a ustedes qué les parece?”, ¿no?, y entonces pasa que se arma algo que yo no tengo, algo que no está preestablecido y que me sorprende.

–¿Ese negarse a los arreglos operó también en las versiones que hizo de “Corazón delator” y “Quimey Neuquén”?

–En el caso de “Quimey...”, no tiene una versión de la que se pueda decir “ésta es la original”. Es cierto que la de Larralde es la más fuerte, pero también es la más imposible de igualar porque es sólo su voz y su guitarra... después hubo una muy linda de Los Trovadores como grupo vocal, pero no hay una referencia, no está “la” versión. En nuestro caso, creo que logramos lo mejor. El grupo suena verdadero en esta versión. En el caso de “Corazón delator”, hemos tratado de hacerla lo más parecida a la versión de Soda, pero acá hay que tener en cuenta hasta la calidad de los instrumentos.

–¿Le cuesta el pop?

–Sí. No tengo tanto manejo en esas aguas. En este tema, lo mío ha sido meterle el violín nada más. Después, la cantada es al unísono y sacamos un sonido que sería el color de la voz, porque no me daba para cantarla solo, y tampoco para hacer voces. No se trató de eso, además, sino de un homenaje a Gustavo en este momento, una forma de conectarnos espiritualmente con su creación.

–¿Le gusta Soda?

–Sí.

–¿Le gustó siempre?

–Una vez que los empecé a escuchar con atención sí, pero no es que los conocí de entrada. El que es fanático desde siempre es mi hermano Demi. Sí he escuchado y disfrutado mucho de los trabajos de Gustavo como solista, por eso este reconocimiento hacia su gran aporte a la música popular.

–Retomando su esencia, otra de las chacareras nuevas es “Aleluya”. La pregunta se relaciona con el factor sorpresa que mencionaba antes: ¿cómo lograrlo, después de haber compuesto e interpretado tantas chacareras durante treinta años? ¿En qué se inspira para escribir algo que no haya dicho?

–Bueno, acá hay que quedarse quieto y esperar.

–¿Esperar qué?

–Que pase algo y que lo puedas ver con otros ojos, o con otros ánimos. No cabe otra, ya no es el hecho de salir a componer.

–De sentarse a orillas del río Dulce y pensarle una vuelta nueva a “Desde el puente carretero”...

–(Risas.) O esperar que pase un bagre igual, pero que vos lo veas distinto. La chacarera es eso, porque yo ya no compongo. Ya no hago. Me quedo quieto a esperar y en algún momento viene lo mismo, desde una visión distinta. No sé cómo será, es difícil hablar de esto, pero largo algo que considero que vale la pena largar...

–“Vamos a andar”, otra vez un tema de Silvio Rodríguez: ya había grabado “Oh, Melancolía” en Aldeas, el disco anterior.

–Lo considero un maestro de los maestros, un hombre como Spine-tta, o como Atahualpa Yupanqui, que son verdaderos vanguardistas. Ellos son la verdadera vanguardia de belleza, de poesía, de profundidad, de lo que es la vida y el camino de un artista verdadero.

–Otro posible nexo al viajero.

–Tiene que ver, porque en el momento en que lo estábamos ensayando, había otra canción que me gusta mucho de Silvio, que yo canto en la intimidad, pero Pata, el guitarrista, me dijo “hagamos ‘Vamos a andar’, que es más para arriba y es un tema conocido”. Porque también se trata de eso, no se trata de hacer la canción que más te guste, sino que simbolice cosas, como también podría ser el caso de “La maza”, que no es la que más me gusta, pero que es bien representativa.

–Tanto como “Volver” en el caso de Gardel-Le Pera. La recreó a viola pelada y se nota que le cuesta cantarla...

–Sí, porque yo tengo una voz y una forma de cantar que están identificadas con la tierra. Una voz medio aguda que anda siempre por los medios, y encima una forma de cantar que es bien del estilo folklórico, de zambas y chacareras, entonces hay un color que tiene la música ciudadana que siempre ha estado identificado con la voz grave, lo mismo que en la milonga. Por eso me cuesta... tengo una voz demasiado norteña. La piloteé porque me encanta cantar tango y lo puedo hacer a una buena velocidad.

–¿Escuchó la de Canario Luna? Es maravillosa.

–No.
Peteco frena. Pide una lágrima y el chiste sobreviene fácil: “Para ponernos melancólicos”. El primer sorbo lo lleva a otro de los temas –casi– ajenos del disco: “Agoniza bandoneón”, de su hijo Homero. Es un tango tremendo. Sufrido pero suave. Lo cantan a dúo y al padre se le cae la baba. “Es de una madurez linda. Pareciera hecha por un hombre andado y sufrido, y tiene 20 años (risas). Homero no está en el grupo porque sea mi hijo, sino porque encuentro condiciones y belleza en sus composiciones. Cuando lo escuché, me ha hecho acordar a algunos temas de Lo que me costó el amor de Laura, la obra conceptual de Dolina... es un poco ese estilo, podría estar en esa obra.”

–A la vez refrenda y profundiza la diversidad: el tema no tiene nada que ver con “Amanecer revolución”, por tomar un caso,

–Pero son todas sensaciones que alimentan una creación. Para mí es válido ese mundo de sensaciones, ese provocarme a mí y tratar de provocar a los demás. Ojalá sea válido para los demás.

–“La mata collera”, la chacarera chaqueña, entraría en ese plan. ¿Cuál es su particularidad? ¿Qué la desprende del gen santiagueño?

–Es la primera vez que incluyo una chacarera de esa zona y no sé si algún artista santiagueño ha hecho este tipo de chacareras, porque son completamente distintas del corte, el ritmo y la esencia de las santiagueñas. Las melodías y el tumbado que tienen son de otro estilo. Hay, sí, una parte de Santiago que tiene que ver con la zona de Pellegrini, Nueva Esperanza o 7 de Abril, que está en el límite con Salta y con Chaco, donde hay chacareras de este estilo, con mucho violín. Quizá la más famosa sea “La chicharra cantora”, que han grabado Las Voces de Orán en su tiempo, y ése es un claro ejemplo de cómo son las chacareras de esa zona: la mayoría en tono mayor, y más livianas. Las del centro de la provincia, las de Salavina, La Banda o Santiago tienen el dramatismo del tono menor, y son más secas, más ásperas.

–¿Por qué la incluyó, entonces?

–Tal vez como una forma de acercamiento desde Santiago hacia esa zona, y a dos autores salteños como Francisco Sánchez y Abel Mónico Saravia, porque los artistas santiagueños siempre hemos grabado chacareras santiagueñas, nunca hemos hecho una obra de un salteño, por ejemplo.

–¿Por orgullo, identidad, pertenencia?

–No. Tal vez por una cuestión de no sentir la necesidad. Yo me podría nutrir de las chacareras santiagueñas sin fin, pero me ha parecido bueno poder hacer e interpretar una chacarera completamente ajena al estilo y creo que ha sido un acierto. Se produjo algo fuerte, y eso es, llanamente, lo que busco.

WILCO Y SU GIRA PRESENTANDO THE WHOLE LOVE.




El sexteto de Chicago acaba de publicar su último álbum de forma independiente, por eso todavía no tiene edición local. En su show en Frankfurt estremeció al público con un show intimista, pero con una variedad de estilos asombrosa.

Por Cristián Elena

  A esta altura no es aventurado imaginar que en algún momento del año próximo ese sucedáneo trotamundos llamado The Wailers vuelva a pisar Ezeiza para hacer cada vez más presente la ausencia de Bob Marley, o que Megadeth pase para poner a prueba la lealtad de sus fans argentinos nuevamente. Algunos integrantes de la miríada de artistas y bandas que la Argentina generosa recibe anualmente se han convertido en “gente de la casa” o algo así. Sin embargo, existen otros casos que parecen estar abonados al amague y al rumor en condicional, haciendo que la ansiedad entre sus fans argentos cotice alto. Wilco tal vez sea hoy en día el ejemplo más prominente. La pregunta sobre una posible presentación del sexteto de Chicago en la Argentina se ha repetido con avidez tras la edición de –por lo menos– sus últimos cuatro álbumes. Y, a juzgar por el show que Página/12 presenció en Frankfurt, Alemania, días atrás, tanta expectativa está totalmente justificada.
En la Alte Oper (finísima sala que solía ser parada obligatoria de Mercedes Sosa en sus giras europeas), Wilco invita al público a pasar a lo que debe ser una reproducción a escala del mítico loft que mantiene en su patria chica, incluida una porción generosa de las más de cien guitarras que –se dice– la banda acopia allí. Y es en esa intimidad de living donde Jeff Tweedy, con su look sempiterno de siesta reciente, aparece junto a sus compañeros (John Stirrat en bajo, Glenn Kotche en batería, Mikael Jorgensen en teclados, Nels Cline en guitarra y Pat Sansone en guitarra y teclados) para iniciar una excursión por su vasto repertorio con “One Sunday Morning”, que paradójicamente cierra el flamante The Whole Love.
Ya para el tercer tema (“Art of Almost”, también del nuevo disco) la banda ha revisitado todos los estilos en los que se ha tratado de encasillar su música: folk, progrock, pop beatle, krautrock y demás. Justo sería reconocer que, en más de quince años de trayectoria, Wilco ha logrado una amalgama que es la que pone a las bandas relevantes por encima del resto del pelotón: un sonido identificable, que sin falsa modestia pueden atribuirse como propio. En “One Wing”, otro punto alto del concierto, Jeff Tweedy canta “Eramos parte de un pájaro/ esto es lo que pasa al separarnos/ un ala sola no puede volar”, y define el final del amor con sobriedad y un dejo de ironía. Como en todas sus letras, es inútil buscar allí el gesto plañidero. Del mismo modo que resulta en vano buscar el eslabón débil en la aceitada cadena que conforman Tweedy y sus muchachos, porque tal cosa no existe: son seis músicos versátiles, que interactúan sin pisotearse y que, con frescura contagiosa, logran transportar al escenario la filigrana que es parte esencial de su trabajo en estudio.
Aun así, sería imperdonable soslayar la labor de Nels Cline, el comodín que lleva a la banda a dimensiones antes apenas anheladas. Cline, quien el año pasado sí visitó la Argentina con su trío, es un iconoclasta que conoce tanto los secretos del noise como el vocabulario de los maestros del jazz (incluso de aquellos que no eran guitarristas, como John Coltrane). Desde la ferretería de guitarras y pedales de efecto que inundan su rincón del escenario, atiende toda la variedad de climas que piden las canciones de Tweedy. En un momento puede ser el sutil encantador de serpientes que le exprime a su lapsteel los gemidos más dulces (“Black Moon”), para luego comandar los abrasadores raídes de ruido y disonancias que la banda suele lanzar sobre su propia música (no para destruirla, sino para demostrar que, detrás de lo que se percibe como caos, a veces se esconden otras formas de belleza). La dinámica “loudQUIETloud” es un campo que suelen arar otro tipo de bandas, lo cual no impide que Wilco la emplee con maestría. Tal vez el mejor ejemplo de la noche sea “Via Chicago”, que en el primer compás enciende la aprobación cómplice del público: Tweedy canta con una serenidad que roza la indolencia y, a sus espaldas, sus colegas irrumpen sin previo aviso, tocando la música atronadora que produce un edificio cuando cae por desidia, llevándose puesta la capacidad de asombro colectiva. En ese trámite, Tweedy no sale del modo “calma chicha” y hace pensar en aquel guerrero (zen, en este caso) que jamás detiene su marcha. Ver para creer. Escuchar para estremecerse.
A lo largo de dos horas habrán sonado las gemas jóvenes del nuevo disco como “Born Alone”, “Dawned on Me” y “Capitol City”, alternándose sin desentonar con infaltables de la talla de “I Am Trying to Break your Heart”, “Handshake Drugs”, “Jesus, Etc.” y “Hummingbird”. Pero la lista de temas también habrá tenido un espacio reservado para las rarezas que tocan un nervio especial en el fan cautivo: el turno –entre otras– de “Theologians” y “Box Full of Letters”. ¿Cuánto falta para que el público argentino pueda corroborar lo que desde muy lejos describe esta crónica? La respuesta tal vez esté en el título de esa pieza de cuño harrisoneano que Wilco toca salteado: “Nunca se sabe”.


Una temporada en el amor


La edición argentina de The Whole Love, el álbum que Wilco está presentando en su gira europea, es aún incierta. La banda de Chicago eligió el camino de la independencia creando dBpm Records, su sello propio. Es conocido (por lo ridículo) el trámite que en 2002 los llevó a fichar para el sello Nonesuch, luego de que Reprise Records rechazara el material de Yankee Hotel Foxtrot (y quien no lo conozca puede repasarlo en el excelente documental I’m Trying to Break your Heart). Detalle picante: tanto Reprise como Nonesuch eran subsidiarias de Warner Music.
La formación responsable de The Whole Love terminó de consolidarse en 2004, después de años de fluctuación de personal; al mismo tiempo, Jeff Tweedy lograba retomar control sobre sus tormentas personales. Desde afuera es aventurado precisar cuál de los procesos influyó en cuál. Lo cierto es que hoy las artes compositivas de Tweedy lucen soberbias y, al cruzarse con la destreza instrumental de sus colegas, generan sinergia pura. A los siete minutos de tensión con que abre “The Art of Almost” y los doce con que cierra “One Sunday Morning” no les sobra ni un segundo y dan cuenta de un estado de libertad absoluta. En el medio está todo lo demás: la gracia pop de “Born Alone” y “Standing O”, los aires de vodevil de “Capitol City”, la melancolía de “Black Moon” y “Rising Red Lung”, y –se vuelve inevitable la cita– rastros de un lenguaje amplio que Los Beatles crearon y cultivaron a partir de “Rubber soul”. Desde el título, Wilco pondera esta joyita como “el amor completo”; bien vale la pena entonces creerles a sus integrantes y prepararse para pasar una gratificante temporada en el amor.


sábado, 26 de noviembre de 2011

NOS DEJO EL GENIAL BATERISTA PAUL MOTIAN.



El baterista murió a los 80 años.

El jazz se quedó mudo: murió Paul Motian. El más musical de los bateristas, el más baterista de los músicos, el que acompañó a Bill Evans y a Keith Jarrett, pero el que nunca se limitó a acompañar y el que extendió, como pocos, las fronteras de los parches y de los platillos.

Murió el martes pasado en Manhattan, Nueva York, a los 80 años. Había nacido en Providence, Rhode Island, en Estados Unidos, y de chico tocó la guitarra antes que la batería. Por eso su debut musical fue en 1949, pero recién en 1954 se mudó a Nueva York, se enamoró del instrumento por el que se hizo famoso y se perfeccionó en la Manhattan School of Music.

Muchos prefieren hablar de él como uno de los mejores bateristas que tuvo Bill Evans. Lo conoció en 1959; el pianista quedó deslumbrado con su estilo y, junto con el contrabajista Scott LaFaro, salieron a revolucionar la lógica del trío poniendo a la sección rítmica en un papel muy protagónico y, en 1961, grabaron dos discos imperdibles de Evans como Sunday At The Village Vanguard y Waltz For Debby.

En los años 70, y durante diez años, Motian se asoció a otro de los pianistas indispensables del jazz: Jarrett. Pero, entre una década y otra, entre un genio del piano y el otro, también llegó a tocar con Paul Bley, Lee Konitz, Warne Marsh, Mose Allison, Tony Scott, Stan Getz, Johnny Griffin y Thelonious Monk.

En el trío de Jarrett había conocido al contrabajista Charlie Haden, con el que terminó asociado en la Liberation Music Orchestra y esa suerte de jazz de protesta. Luego vinieron sus años como solista, donde se asoció a sellos como ECM o Winter & Winter y en los que pudo experimentar y componer de manera más libre.

Su Electric Be Bop Band y la Paul Motian Band, con la que solía presentarse en el Village Vanguard, fueron apenas dos mojones de una carrera llena de saltos hacia adelante, muchos sin red, en los que reinventó la forma de tocar la batería.

Su último CD, Live at Birdland, con Lee Konitz, Brad Mehldau y Charlie Haden, es el mejor testamento de un innovador al que vamos a extrañar..



23.11.2011

Noche de duelo en el Village Vanguard, el club de la 7ª Avenida de Nueva York, allí donde el baterista Paul Motian grabó los famosos discos en vivo con el trío de Bill Evans en 1961. Allí actuó hace apenas dos semanas, cincuenta años después, a sus ochenta. Activo hasta el último suspiro, el nombre de Paul Motian aparece en momentos, formaciones y discos capitales del jazz de estos cincuenta años.

Con su muerte, se va el campeón de sutileza, el baterista melódico, el ingeniero de un mundo sonoro que los mejores pianistas buscaron; el músico que siempre estaba ahí para dar un nuevo salto en el proceso creativo.

Motian inscribió su nombre para siempre en la historia del jazz con su inclusión en el trío de Bill Evans, en el que militó entre 1959 y 1965. Hasta entonces, en el seno del trío de jazz el contrabajo y la batería eran eficientes servidores del orador principal: su majestad el piano. Erroll Garner y, sobre todo, Ahmad Jamal marcaron líneas de evolución, pero es en el trío de Bill Evans donde se produce la emancipación real de cada uno de los instrumentistas.

De sus compañeros en concierto, el pianista Bill Evans y el contrabajista Scott LaFaro, dijo Motian: “Aquellos tipos  hacían que se me saltaran las lágrimas”. Y Peter Pettinger, biógrafo de Evans, añade: “Pero si aquel dúo (Evans-Lafaro) realmente caminaba era por las intervenciones que Paul Motian intercalaba entre uno y otro”.

Década tras década, Paul Motian fue solicitado por genios del piano, sección de exploradores de nuevos territorios: Paul Bley, Keith Jarrett, Marilyn Crispell...También Albert Ayler y la Liberation Music Orchestra, de Charlie Haden y Carla Bley. Y lideró sus propias formaciones, del trío con Joe Lovano y Bill Frissell a la Electric Bebop Band.

Gracias Mr. Motian: decenas de sus discos nos esperan.







MINI BIOGRAFIA

aul Stephen Motian (Providence, 25 de marzo de 1931 – Nueva York, 22 de noviembre de 2011)1 fue un baterista y compositor estadounidense de jazz.

Aunque desde muy pequeño escucha música y aprende a tocar la guitarra y la batería, no se inicia profesionalmente hasta 1954, cuando se licencia del servicio militar y se instala en Nueva York. Graba y toca con músicos como George Russell (1956), Tony Scott, Oscar Pettiford (1957), Lennie Tristano, Al Cohn, Zoot Sims (1958), y realiza giras al estilo jam session, con Thelonious Monk, Coleman Hawkins y otros. En 1959 se incorpora al trío de Bill Evans, junto con Scott Lafaro (sustituido tras su muerte, en 1961, por Chuck Israels), con los que permanece seis años que lo consolidad como uno de los baterías más considerados de la escena de los años 1960.

Trabajará también con un gran número de músicos de free jazz y post bop, entre los que destacan Paul Bley, Martial Solal, Gary Peacock, Albert Ayler, Pharoah Sanders y Don Cherry. Después, en 1968, integra otro trío famoso, junto a Keith Jarret y Charlie Haden, con quien permanece hasta 1977, grabando numerosos discos. También realiza grabaciones como titular, con su propio trío y, a partir de 1981, en quinteto, con Joe Lovano y Bill Frisell. También ha estado en las diversas ediciones de la Liberation Music Orchestra de Haden, y con Carla Bley. En los años 1990 forma una banda eléctrica, que incluía a saxofonistas como Joshua Redman o Chris Potter, y guitarras como Kurt Rosenwinkel.

LIBRO DE FOTOS DE LOS STONES: EARLY STONES.













A la izquierda, Los Stones en la tapa de Sus Majestades Satánicas. A la derecha, Michael Cooper en el set armado para la sesión fotográfica

 

OJO DE PIEDRA


 Por Keith Richards

Yo sabía cuán bueno era Michael en lo que hacía, porque ya había visto trabajos suyos anteriormente; sin embargo, la mayor parte de las veces dudaba de que realmente tuviese rollo dentro de esa cámara y ni hablar de que estuviese en foco. Lo que quiero decir es que, en los estados en los que a veces nos sumergíamos, Michael estaba tan volado como todos nosotros y aun así seguía trabajando, mientras que yo ni siquiera hubiera sido capaz de levantar una guitarra y tocar. Me es difícil recordar muchas cosas sobre Michael, porque él tenía esa extraña cualidad: podía estar allí y a la vez no estar. Hasta el recuerdo de cómo fue en realidad nuestro primer encuentro es extraordinario. Tiene que haber sido en su estudio, en Kings Road. Creo que un día estábamos paseando por ahí con Anita, Brian y Robert Fraser, y ellos dijeron simplemente: “Paremos aquí y visitemos a Michael”.
Fue la primera persona que hizo que me interesara la fotografía. Solíamos decirle: “¿Qué estás haciendo? Vamos, man, debemos irnos”. Y él: “No, tengo que hacer esto, primero tengo que hacer esto”. Y aunque tratábamos de apurarlo, él era un fotógrafo y nos dejaba bien en claro a todos que se dedicaba a eso.
Siempre estaba cerca. Solía pedirle: “Quedate un minuto, voy a terminar esta canción”. Y se entusiasmaba. “¿Puedo quedarme a mirar?”, preguntaba. “Bueno, si querés...”, le decía. Siempre me resultó difícil entender que alguien pudiera estar interesado en observar el trabajo de otro. Michael estaba allí, pero nunca presumía ni se aprovechaba de ello, jamás se interponía en tu camino. Sabía cuándo mantenerse apartado, entonces lo que hacía –sacarnos fotos–, era un hecho natural en nuestra relación. Jamás te fastidiaba poniéndote una cámara en tu cara, ni haciéndote consciente de ésta. Michael sólo sacaba fotos. Hacía eso. Estar cerca de nosotros y ser además la única persona que yo soportaba allí era algo completamente natural para él. Siempre fue un tipo increíble. No era solamente porque te gustaba tanto como persona que lo dejabas hacer cosas que jamás les permitirías a otros. Michael lo hacía tan bien y tan sigilosamente que la mayor parte de las veces nadie notaba que nos estaba fotografiando.
Luego llegaron las tapas de los discos Sgt. Pepper para los Beatles y Satanic Majesties para nosotros. Casi puedo imaginar a Michael sentado un día frente a su colección de discos pensando furioso: “Mmm, yo podría haber hecho algo mejor con esas tapas, tal vez podría hacer una para los Beatles y otra para los Stones”. Sé que no fue así como pasó todo, especialmente con la portada de Sgt. Pepper, pero Michael hizo una después de la otra y ninguno le dijo: “¿Es broma? ¿Los Beatles y los Stones seguidos? No se puede, van a ser muy parecidas”. Pero nadie lo pensó siquiera, y Michael terminó con dos portadas que realmente valía la pena poner en cada punta de su colección de discos.
Había una extraña similitud entre Brian y Michael. No sólo porque ambos murieron tan jóvenes y tan cercanos uno del otro, sino por esa suerte de depresión potencialmente infinita a la cual ambos podían ser tan vulnerables. Era como una suerte de supersensibilidad que crecía y los reclamaba en cualquier momento. La muerte de Brian siempre estará bajo sospecha, mientras que la de Michael se precipitó en 1973, en una época en la cual todos sus intereses parecían haber de-
saparecido. Sé que por sobre todas las cosas él estaba sumido en una inmensa depresión por sus problemas personales. Pero la verdadera tragedia de Michael fue que si hubiese podido resistir un poco más, podría haber solucionado esos problemas y hubiese podido ver cómo las cosas volvían a su cauce.
Era imposible estar con Michael por un tiempo y no excitarse con su vida, de la misma manera que él lo hacía con la tuya. Al poco tiempo de estar con él, comenzabas a ver las cosas a través de sus ojos. Yo solía decirle: “Mirá eso, sacale una foto a aquello”, ya fuera una viejita subiendo a un taxi o un niño sentado sobre el alféizar de una ventana. Y así comenzabas a mirar realmente las cosas que te rodeaban. Michael me incitaba siempre a observar el escenario pequeño y extraño de la calle, un mundo que él capturaba con el mismo nivel de intensidad, destreza y habilidad que utilizaba cuando documentaba todo el quehacer de los Stones en sus fotos. ¿Quién no podría estar agradecido con él?

Este es parte del prólogo a Early Stones, el extraordinario libro que recopila las fotos de los Stones tomadas por Michael Cooper, y que incluye testimonios de Richards, Jagger, Anita Palemberg, Marianne Faithfull e Ian Stewart.